Trajineros oficiales los había con línea
regular desde Madrid a la capital salmantina encargados de transportar
condumios, recados y los buenos doblones que las familias de los estudiantes
entregaban al paso de la diligencia en mesones, posadas y postas, bultos y no
pocas prebendas que como valija habían de llegar hasta la mismísima Salmántica
para que sus vástagos pudieran seguir
adoctrinándose.
Más negra era la vida de los que llegaban desde la sierra pues por carboneros
se tenían los que se ganaban el apaño arrancando brezos y
carbizos, olivando alcornoques y
desmochando encinas que atizonaban después
entre humeros y fumarolas para conseguir el carbón y el cisco picón que
más tarde repartirían por la capital.
Era de ver después de las muchas fatigas del viaje el paso por la puente
romana; aquellas mulas con sus befos
humeantes, con los cascos envueltos en sacos de arpillera para que no resbalaran en los gélidos adoquines de la
calzada romana, asustadas por la falta de seguridad en la zancada y
tensas por el restallar de la tralla que silbaba cual bastardo apagando el
cascabeleo de sus colleras, una sarta de imprecaciones y el bramar de los
arrieros anunciaba el inicio de la cuesta para pasar la muralla por la puerta del
río, látigo y tralla, restallo y silbido; imprecaciones maldicientes de mozos y
arrieros que se sumaban al esfuerzo apretando los riñones agarrados al sojao,
los radios, las ruedas y hasta de las varas del carro tanto para empujar
como para evitar que este se encampinara
y atentos siempre a la voz del mayoral que chillando y respirando por las
partes pudendas cual cerdo en capadero arengaba a su cuadrilla a punto de echar
el bofe por la boca, expulsando niebla y bajando santos de sus hornacinas hasta verse seguro al otro lado de la cadena
que cerraba el portón.
Todo esto lo daban por olvidado cuando
caída la noche y después de haber repartido su negro botín se entregaban al
reparador ejercicio de desembardar borricos y aligerar sus cargas que en
bajando de la sierra bien se sabía que de matanza no había de faltar fardel o
alforja del que el adobo no diera seña de presencia pues era de todos conocida
la buena mano que para dar el punto a la pitanza tenían las serranas expertas
por nacencia en este arte del que se decía no había zagala ni gurriato que en
su casa no viera tajón cochinero ni carbón en el brasero.
Alrededor de la fogata no habían de faltar
buenos quesos y mejor vino que la sierra
en ello no tenia parangón, mas aquellas alforjas que hinchadas parecían
pellejos de aceite bien pronto quedaran en los huesos de no mediar la llamada
al orden del gañan de la reala que poniendo a buen recaudo el condumio de
regreso mandaba poner coto antes no quedaran más que migajas de sopa en caldo
de cuaresma.
No se tenía por bueno trajinero o mozo de
tralla que no tuviera a mano chascarrillo que contar o leyenda que narrar que
dieron por ciertas después escritores como Lope de Vega, Calderón de la Barca o
el mismísimo Cervantes, dando palabra en sus escritos a las andanzas de mozos y
arrieros como gente de duro oficio y
menguado peculio.
Con la llegada del invierno recuerdo la
importancia que los carboneros tuvieron
para resistir los gélidos inviernos Salmantinos, pero no recuerdo
más homenaje que el registrado en el
cancionero charro donde se canta:
SALAMANCA LA BLANCA
QUIEN TE MANTIENE
CUATRO CARBONERITOS
QUE VAN Y VIENEN.
SIN CARBÓN SALAMANCA NO HUBIERA TENIDO
UNIVERSIDAD
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