(Apuntes de semana santa para una autobiografía)
Venía a casa cada semana, era su andar un abrigo con piernas
prestadas que pareciera mas tenderete en perchero de escolapio misacantano que
natural con hombre dentro, su sombrero siempre negro precedía a su marcha como
ariete contra castillo sarraceno, el inclinar de su cabeza hacia presentir que
un fallo en el equilibrio haría rodar por tierra aquella celada de fieltro tan
incrustada que con ella había de reconvenir su cabeza. Mi mañana del lunes se dividía
en dos partes cual hogaza de pan en estraperlo, la visita del doctor Linos marcaba
siempre las doce sin necesidad de mirar el reloj, y después de su visita que yo
sufría calculando el reguero de inyecciones que me esperaban para el resto de
la semana, y es que las ampollas de Cetavión escocían más que zorrastrón de
saca ajena. La puesta en escena era sufrir una serie de ritos que pareciera estudiados
para que el verdugo-practicante se recreara en el tormento, el maletín de cuero repleto de cachivaches,
la cajita de acero dispuesta para hervir las jeringuillas, las posibles dos a tres agujas de recambio chocando
entre sí cual leznas de zapatero y el trajín metálico que llegaba hasta mi cama
alargaba la angustia durante varios minutos, en su momento mordías la almohada
con la idea de que ante lo inevitable aquello durase lo menos posible, el frio
del alcohol al desinfectar la zona elegida y la espera del rejonazo hacían
interminable aquel suplicio que cuando al
fin se hundía en tus carnes, parecía escupir aquel estoque ahogando en el
almohadón tu imposible defensa.
El Tifus había aparecido en Salamanca y yo para no ser
menos había agarrado el mío quedándome el conmigo casi en propiedad, altísimas
fiebres, aislamiento general y paños de agua fría para bajar la temperatura, el
rayo de luz que entraba a través de la ventana me hería en los ojos, mis amigos
a los que escuchaba jugando en la calle eran mi envidia, las noches en delirio
constante y un sudor que empapaba la cama fueron mis compañeros de habitación
durante muchos meses. Las inyecciones diarias me tenían el culo como un
alfiletero y los jarabes Ceregumil a base de hígado de bacalao y Calcigenol eran degustaciones obligadas.
Al fin llegó el
verano y ahí estaba yo aprendiendo casi a andar con tres o cuatro años, en la
puerta de la calle quietecito con abrigo y bufanda tomando el sol intentando
recuperar color, calor y vitaminas, pero
el doctor Linos seguía viniendo lacónico imperturbable siempre con abrigo,
siempre con sombrero, las inyecciones se fueron espaciando pero el Calcigenol y
el Frasco de hígado de bacalao con aquel
marino de barba blanca y timón entre las manos nunca faltaron en aquella casa,
de lo que nunca estuvimos seguros es si realmente me seguía haciendo falta
aquel medicamento o si las visitas y su correspondiente receta se debían al
puro habano que mi padre siempre le tenía reservado.
Tardé mucho
tiempo en poder ver una procesión cada nazareno era para mí el doctor Linos, la
imagen de un Cristo sangrante me obligó a preguntar si también él había
padecido Tifus.
VITOLA DE
PURO AJENO O MUCHO TE QUIERE O MANDA AL GALENO
Que recuerdos! Me haces retroceder mucho atrás tendría para un relato paralelo por mi estancia en casa de los tios pero es el tuyo.Un abrazo
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