No aguantó más, fueron muchos los estíos y muchos los
aguaceros que había aguantado, al paso del tiempo los radios y las pinas habían
cedido y las ruedas en una pirueta distorsionada hacían de los aros zarcillos
gigantescos de una criatura herida de muerte, el sojao aguantó más amparado por
los paloncillos pero no fue suficiente, el carro antes armonioso testigo de una
generación y una forma de vivir se había rendido al paso del tiempo y la
inanición.
Su llegada desde Salamanca fue toda una odisea, descargarlo
en el paseo de Maragall de Barcelona fue para regocijo de la imaginación un disparate
al sentido común, imaginar un guardia queriendo poner una multa por mal
aparcamiento, circular por medio del
paseo a golpe de suela reteniendo el trafico, o pedir ayuda a los más
osados y dejarlos solos sin nadie a
quien pedir responsabilidades fue toda una hemorragia al contrasentido mas esperpéntico.
El viaje no lo hizo a golpe de herradura vino en un furgón desde el pueblo
salamantino de Santiz muy cerca de la zona Sayaguesa en la raya de Zamora, no
fue cosa fácil acomodarlo pero nada fue imposible para mi hermano Juanma cuando
se propuso cumplir mi capricho de adquirir un par de ruedas para adornar la
entrada de mi propiedad, pero… ¡para que dejar un carro cojo! Cargó el carro
entero y hasta la mula si se hubiera dejado y arreando con todo se llegó hasta
la puerta de mi casa en esta Barcelona de mis pecados, la arribada entre abrazos
y exclamaciones por lo inesperado tuvo lances de emoción e incredulidad. Ya repuestos de la sorpresa convinimos en que
la aventura de traerlo hasta aquí había sido de las que marcan época y puestos
a celebrarlo nada mejor que tirar de fardel con pan de castilla, chorizo farinato
y perrunillas.
El puñetero carro había entrado tan justo en el furgón que
hasta los morriones quedaron encajados como si hechos a la medida se hubieran
fabricado, la pértiga apoyada entre los asientos delanteros aparecía como
ariete medieval a punto de derribar la cancela y las ruedas desmontadas dormían
en la caja entre los tableros riéndose de nosotros por haber hecho el recorrido
más largo de su vida sin arrastrarse, pero nada de todo esto fue comparable con
la cara satisfacción de mi hermano Juanma que acompañado de Vidal el benjamín de la familia, se habían tragado
novecientos kilómetros para darme el capricho de traer un trozo del campo de
Castilla hasta Cataluña.
Hoy la vara del carro luce haciendo de puente entre dos
monolitos de piedra rodeada de flores en el jardín que lo cobijó, los aros
forman parte de una vereda de jazmines y su cubo y bocino quedan encastrados en
una pared de piedra junto al eje que inhiesto cual lanza de quijote no quiere
sucumbir y ahora sujeta orgulloso un arco con enredadera formando parte del
museo al aire libre con otras piezas propias del campo charro, entre rejas de
arado, cepos, yugos, coyuntas, esquilones, candiles, trébedes, morillos,
romanas y mil achiperres mas rememorando un recorrido por la castilla rural que yo dejé y de la que
nunca he conseguido apartarme.
Pero que al igual que
al carro el tiempo marca su ley y el cuerpo humano sin tentemozo que lo aguante
sucumbe por falta de fuerza, dejarlo todo es ya una necesidad, olvidarlo será
un ejercicio de sentido común, paro nadie podrá borrar la satisfacción de haber
sido la hormiguita siempre cargada que llevó hasta su hormiguero el grano de su
memoria.
EL EJE DEL CARRO LO ENGRASA EL SUDOR DE
LA CONSTANCIA
J. Hernández
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