Estos días he tenido que visitar casi diariamente este barrio construido a fuerza de tesón y sacrificio que presume orgulloso de estar por encima de la Sagrada Familia, temido cuando la guerra por los aviones de Franco por que las baterías instaladas en su altozano amedrentaron a más de una “Pava” pero que luego fue hundido por los que pretendían salvarlo al arañar sus entrañas con hormigas gigantescas que no entendían de aguas subterráneas ni de las fallas pizarrosas en que está asentado. El Carmelo es mucho Carmelo, o mejor El Carmelo son muchos carmelos.
Le prestó el nombre un santuario instalado en su cima en el siglo XIX, luego vinieron las torres de veraneo para la burguesía, de la Barcelona del 1900 que empezaron a ceder terreno ante las distintas oleadas migratorias que fueron asentándose abancalando barrancos, maceteando rocas y talando pinachos de difícil equilibrio. Así nació el Carmelo de barracas cosmopolitas y emigrantes con trabajo a destajo en el metro de la gran ciudad, asentamientos casi siempre en terrenos imposibles de inclinaciones y desniveles de más del 30% y materiales de difícil reutilización donde el ingenio hacia de argamasa y el sudor sustituía la escasez de todo y la necesidad de muchos.
Hoy El Carmelo empieza a tener tratamiento de excelencia; la cercanía con la sierra de Collserola y el extenso parque del Guinardó hacen que su cielo esté siempre limpio, la casi imposible circulación hace de sus calles obligada carencia de estridencias ruidosas y la reciente comunicación metropolitana ha incorporado a su paisaje los más modernos sistemas de transporte con escaleras mecánicas en muchas de sus calles, un ascensor horizontal exterior y un modernísimo metro que compensa al barrio el ultraje de su derrumbamiento con unas magnificas instalaciones que hace sentir que la montaña dejó de ser ermita para convertirse en santuario.
Pero la joya de la corona de este Carmelo que quiere ser moderno sin dejar de ser familiar, que quiere ser ciudad sin dejar de ser barrio y que quiere ser catalán sin dejar de hablar el castellano con mil acentos es el magnífico edificio de cristal mármol y acero que aloja la biblioteca Juan Marsé, pocas hay tan amplias, tan cómoda y tan extensa donde la lectura es una reverencia la luminosidad te hace liviano y el constante devenir de los asiduos hace de los pasillos silencioso desfile de clérigos camino de vísperas.
Este emblemático edificio edificado en la ladera de la montaña ofrece desde su magnifico mirador la visión más fiel del Carmelo actual donde el esfuerzo y el sacrificio quedan por encima de la urbe anónima de la gran ciudad y esta a sus pies lame su falda sin poder engullirla.
LOS HIJOS DEL CARMELO NO EMIGRAN, SE REALOJAN AL CALOR DEL NIDO
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