El pueblo de calles empinadas es perfecto para una penitencia
voluntaria a la que algunos se apuntaron sin haber valorado antes sus
consecuencias, fijar los pies en un empedrado irregular no es tarea fácil si además
hay salvar el meandro de agua helada que discurre por el centro de la calle, pero
una vez comprometido como costalero del santo sepulcro no hay prerrogativas, apretar
los dientes y tirar para arriba es la única solución. Las primeras estaciones
se aguantan sin dificultad e incluso con gallardía legionaria, más adelante no
lo son tanto y ya no es difícil escuchar entre dientes alguna jaculatoria
impropia de una procesión cuando alguien mete los pies en el agua, el calzado se
achanca, los pies parecen cortados por una sierra y todos rezan por que la
procesión continúe, el calvario queda lejos, las caídas de Jesús son recordadas y salmodiadas, el paso es lento, las catorce estaciones se
hacen interminables cada rezo es una flagelación en el propio cuerpo y cada caída
se vive como definitiva, los pies
congelados no responden haciendo que el sepulcro parezca un estaribel a punto
de venirse abajo, cuando al fin termina
el vía crucis la sensación de alivio es elocuente, las lagrimas afloran y los abrazos
sellan el final del encuentro.
Friccionándose los pies
para recuperar la circulación alguno comenta que ofrecerse voluntario
para portar el santo sepulcro sin conocer la dificultad del itinerario ha sido
una insensatez y dejarse convencer por aquello de la tradición tampoco parece
el mejor de los consuelos. El interfecto aguanta como puede las “jaculatorias”
de sus compañeros mientras afirma con determinación que no ha sido para tanto, los
hombros escocidos y amoratados no admiten abrazos de confraternización, al risa
nerviosa se apodera de los presentes y mientras se procuran calzado de recambio,
todos reconocen la emotividad irrepetible de los momentos vividos y más de uno
asegura haberse reconvertido después de lo sucedido.
Ese año el pueblo celebró su procesión cuando todo parecía
estar en contra, los argumentos que esgrimió Pepe en el bar del pueblo
consiguieron arrancar de la barra los
costaleros necesarios, más de uno sigue pensando cómo pudo ser que habiendo
estado muchos años sin pisar una iglesia se viera metido en semejante
berenjenal. ¡Los milagros existen!
PARIHUELAS Y SEMANA
SANTA, TORRIJAS, TAMBOR Y MANTA
J. Hernández
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tiene a su disposición este espacio para sus comentarios y opiniones. Sea respetuoso con los demás