La mañana se presentaba como todas las del
invierno de aquella Castilla de primeros de año preñada de hielos, la barriada
construida por fases tenia la virtud de convertir en afortunados a los vecinos
ya establecidos, la chiquillería abundante en tiempos de posguerra para
contribuir al sagrado deber de crear familias numerosas para asegurar el futuro
del régimen se consideraba dogma de fe entre aquella singular arribada de
vecinos a las viviendas sindicales.
La
cocina económica con paila incluida y la
hora del “Parte” marcaban los tiempos familiares donde las madres cobijadoras por tradición y amas de casa por obligación alimentaban a sus vástagos con el santo y seña de la economía por
divisa.
Aquella
mañana el saco precario siempre y por norma excesivo en tamaño había resultado
insuficiente, desde un balcón de la obra vecina el carpintero del mono azul y
lápiz en la oreja dejaba caer los tacos de madera como almendras en bautizo y
era tanto el material que ni encalcando aquel puñetero y remendado esparto lográbamos
engullir tanta madera; fueron necesarios dos acarreos entre el regocijo de la
madre y la premura del tiempo para evitar que algún espabilado nos pispara el
negocio.
El
hombre y su mono azul siguieron apareciendo cada semana en el hueco de aquel
futuro balcón para lanzar cual almendras los tacos de madera sobrantes de su
trabajo que los chiquillos recogíamos sin dejarlos llegar a tierra en una
continua disputa y algarabía de los más grandes.
Esta
materia prima ayudó a calentar muchos de los hogares de las jóvenes familias
del barrio de Salas Pombo en una época
donde el ingenio unido a la necesidad hacía la peseta tan elástica como chicle
de Bazoca en duración indefinida y
segunda dentición, aquel carpintero fue nuestro angel de la guarda hasta
que un día se despidió de nosotros con el gesto de quien hizo todo lo que
estuvo a su alcance mientras nos tuvo bajo su tutela, su lápiz de carpintero
rojo, aplastado y de punta afilada a golpe de formón quedaron prendidos en el
recuerdo mientras nuestro saco abría su boca como el pez que busca el oxigeno que
necesita para vivir.
Aquel
hombre se había quedado observando el carromato destartalado del buscador de
chatarra con una mirada entre cómplice y compasiva, no quería molestar al emigrante que con dificultad
estibaba su precario cargamento, el personaje bien vestido y ya entrado en años
se ofreció para ayudarle a sujetar el trozo de hierro que
desequilibraba su carga, después caminó pensativo mientras su rostro dibujaba
una sonrisa y un lápiz de carpintero trazaba en la nube de sus recuerdos las
gracias que no había podido escribir en su día.
EN EL RINCON DE LA MISERIA SIEMPRE HAY
COMIDA PARA LOS RATONES
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