Era la gran fiesta aquella en que todo estaba permitido, era el día jugaba a ser de noche y la noche dejaba a la luz entrar por su ventana, el combustible almacenado en los lugares más recónditos (alcantarillas incluidas) iba apareciendo a última hora de la tarde, las viejas cestas de caña que como embalaje desechaba Sabadell ( el florista de Salamancaafincado en el barrio) y cuantos aperos que como hormiguitas habíamos podido reunir esperaban impacientes ser coronados por el viejo mueble que alguna vecina nos había prometido, como final la siempre esperada aparición del motocarro cargado de cajas de madera malolientes que Valen el pescadero había estado guardando en secreto en el patio de su establecimiento, a si era aquella especie de falla popular de la calle El Gallo del barrio de la Obra Sindical del hogar llamado Salas Pombo.
La pirotecnia no era muy exigente: con una peseta ahorrada a golpe de sacrificio y algunos céntimos chantajeados a nuestra madre por toda inversión podías conseguir unos cuantos petardos y como mucho un par de bombas que reservabas para el momento más álgido de la noche pues no en vano cada una representaba el precio de aquella especie de palillos con pólvora. El petardo tenía una desventaja de que había que prenderlo con mecha y una vez encendida no daba mucho tiempo de manera que la cuenta atrás comenzaba al prender aquella estopa de chisquero de piedra transformada en un detonador igual con el que Agustina de Aragón prendiera los cañones de avancarga.
La noche de San Juan tenia olor y sabor, el humo, el calor, los petardos y hasta el propio rescoldo tenían también el entrañable regusto del hermanamiento, los vecinos del barrio esa noche transponían los visillos para dejarse ver, alguno más respetado por la chiquillería era el encargado de prender el fuego purificador entre la expectación y el jolgorio de los más intrépidos y las inevitables recomendaciones de las comadres que recogido su delantal y recostadas contra las fachadas no dejaban de prever peligros y no pocas historias de accidentes de años anteriores.
Pero todo esto tenía un final, que si bien no querías que llegara al mismo tiempo deseabas dar por concluido, y es que una vez en casa la leche fría migada con pan blanco y espolvoreada con abundante canela te esperaba matando así el calor de la hoguera y sobre todo poniendo sabor a una noche inolvidable.
EL ASFALTO ES EL ENTERRADOR DESPIADADO DE LOS RECUERDOS
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