jueves, 29 de enero de 2009

EL GOZO Y SU SOMBRA - COSAS DE LA VIDA -

El botón de su blusa nos tenía a todos estrábicos, y aquel puñetero hilo que parecía querer estallar en cualquier momento se resistía como un dique de contención en una presa al límite de su capacidad. No sabíamos por qué milagro aquel diminuto pespunte podía resistir tanta presión ni como demonios podía mantener tan al límite la fuerza de su resistencia, pero estoy seguro que nunca hubo tantos ingenieros en tan pocos metros calculando la calidad de aquellos materiales.
Indudablemente ella se sabía el centro de todas las miradas, pero poco o nada parecía preocuparla salvo jugar con su gran mata de pelo, soltar una carcajada en momentos muy concretos y dejarnos a todos con un vahído babosón que parecía hacerla disfrutar.

El final del aperitivo siempre era traumático, no sólo para mí sino para la mayoría de los presentes, que por una u otra razón se mantenían prendados de la diosa del pelo negro y sonrisa de marfil que al marcharse dejaba en el aire un suspiro resignado que podía escucharse sin necesidad de haber sido emitido.


El giro de su cintura al despedirse y hacer un escorzo para bajar del taburete hacía resaltar aún más la ajustada talla de su blusa camisera y cómo una falda tan sencilla como aquella podía lucir tanto en un cuerpo tan lleno de verdades. El grupo de admiradores se desvanecía con la ilusión de reencontrarse al día siguiente pero con la sensación por mi parte de no haber alargado suficientemente el tiempo de las marrullerías.

Aquella estudiante de letras acudía diariamente y casi siempre a la misma hora a nuestra cita. Yo, nervioso; ella, tranquila y dueña de sus actos; me dejaba hacer sin deshacer, me dejaba hablar sin rechistar, me dejaba llegar pero sin tocar, me dejaba mandar sin acatar. Total, que hacía de mí lo que le daba la gana y yo como un tontito le servia vino tinto y pimientos rellenos que era lo que le gustaba. Y para lo que me quería.

El contrapunto de ese rato vivido a primera hora lo ponían siempre los más rezagados de la mañana, sobre todo un grupito de gente entre los que destacaba un señor de gruesas gafas, comisura de labios un tanto blanquecina, importante nariz colorada, traje oscuro y cruzado con chaleco a juego, hombros nevados de escarcha, pelo sin recortar, canoso y mal alineado. Ávido de vino tinto, apremiante al demandar, y exigente al repetir, parecía dirigir al resto.

Aquel grupito de hombres siempre nos hacía retrasar, debo de confesar que les tenía una cierta manía que no dudaba en mostrar, sirviéndoles con desgana y escaso interés, ya que de ellos dependía que yo pudiera irme a comer.
El señor de las gruesas gafas parecía dirigir la conversación y todos los demás hacían de acólitos suyos, asintiendo sin oponerse. Diríase que a pesar de su cascada voz hablaba como sólo un catedrático podía hablar a sus alumnos. Yo no hacía más que observarlos a cierta distancia, sólo esperando el momento de que iniciaran la retirada para empezar recoger.

Nunca valoré aquel personaje que me entretenía más de la cuenta y que por sus modales no parecía ser precisamente un dechado de cortesía. Al cabo de los años lo descubrí en la contraportada de algunos libros y me sorprendió. Traté de saber quién era aquél al que yo servia de tan mala gana y me quedé muy sorprendido de haber tenido tantas veces delante de mí y sin saberlo a un escritor de su talla: Torrente Ballester. He leído después casi todo lo escrito por él, siempre teniendo presente en la memoria su descuidada figura, su corta vista, y su gusto por el buen vino.

Lo que ya es casualidad es que la estudiante que dejó de venir a verme porque desde el grupo de teatro del S.E.U. la contrataron para una gira de verano en una compañía profesional se llamaba Charo López y al cabo de un tiempo lograría su gran papel con la novela de Torrente Ballester: “Los gozos y las sombras”. Los dos habían coincido sin saberlo en el mismo lugar y casi a la misma hora, en la barra del Plus Ultra atendidos por mí.

1 comentario:

  1. Po zi.
    Tanta atracción me produce una como lo contrario el otro.
    La verdad es que a los hombres es muy fácil subyugarnos con el atisbo de un canalillo, o con una pretendida omnisabiduría. Depende de cada cuál de qué se deje llevar.
    Pero como dijo el arcipreste, buen beber, buen yantar y mejor folgar, que más vale recrear los ojos que absorber "sabidurías" ex cathedra.

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Este soy yo

Hace ya muchos años que las circunstancias me hicieron dejar Salamanca por motivos profesionales, instalándome en Barcelona. Añoro mis raíces y cuando vuelvo pueden encontrarme paseando solitario a primera hora de la mañana por las calles que tanta cultura han acogido. Salamanca sigue presente en mí.
Siempre he sentido la necesidad de comunicar mis sentimientos, por si lo que a mí me parece interesante a alguien le pareciera útil.
Joaquín Hernández
Salamanca/Barcelona