martes, 23 de junio de 2009

DE LA LECHE MIGADA A LA COCA Y EL CAVA

La noche llegaba a su fin, quedábamos solo unos pocos, los más veteranos de la pandilla; la montaña de cajas, muebles y andrajos habían ardido a lo largo de unos minutos interminables durante los cuales todos chillábamos, cantábamos y después saltábamos por encima de las brasas para dar muestras de nuestro valor. Ahora cuando los últimos rescoldos no pueden ser resucitados e inician su mortecina desaparición nos hemos quedado solos unos cuantos amigos recordando los distintos lances que durante más o menos un mes hemos tenido que vivir.

El regato de Sabadell había sido un escondite estupendo que poca gente conocía y el hecho de contar con una alcantarilla tan próxima a la desembocadura nos había permitido vigilar sin ser vistos y la forma de entramar la madera nos había resultado un éxito. Yo había conseguido un trinchero y dos sillas y mucho me costó convencer a la vecina que quería deshacerse de ellos de que los guardara hasta el día de la hoguera porque no teníamos sitio donde meterlos, la constante visita de los miembros de la pandilla consiguió su propósito y a la hora de incorporarlo a la hoguera fue como sacar un santo en andas para incorporar el mejor trofeo a la colección de trebejos que teníamos apilados en medio de la calle.

La dosificación de los escasos recursos que teníamos destinados a pirotecnia habían hecho de la noche un ejercicio de equilibrio consumista de primera línea y sólo unos pocos habían guardado alguna munición para última hora. Habíamos funcionado como un equipo, cada uno tenía su cometido y entre todos habíamos conseguido el final deseado. Durante aquellos días la casa de cada uno era la casa de todos, lo mismo daba si era la hora de comer, la de dormir o la sestear, había que almacenar, recoger o trasladar sin que se enterasen los de la calle de al lado y lo habíamos conseguido a base de esfuerzo, estrategia y dedicación; nos conocíamos todos como si fuéramos miembros de la misma familia y eso hacia de la calle la sala de estar y el patio del recreo de todos los vecinos.

La voz de mi madre desde la ventana reclamando mi presencia daba por finalizada aquella noche de por sí interminable que dejó mi cara tiznada y roja, las pestañas y el pelo chamuscados y las ropas dispuestas para un disfraz de carbonero sin tenerlas que retocar; el decir de mi madre era que parecía venir de una batalla y no creo que se alejara mucho de la realidad.

Al final cuando derrengado en un sillón no acertaba ni a lavarme, el olor a canela y leche migada obraban el milagro de la resurrección; mi madre como cada año nos tenía preparada una sorpresa: una hermosa fuente de barro llena de leche migada espolvoreada de canela y con la temperatura justa para poder considerarse fría. En ese momento sí que podíamos decir que la noche de San Juan había llegado a su fin.

Ahora cuando paseo por Barcelona y me doy cuenta de que la noche de San Juan lo que menos tiene son hogueras de trastos viejos, que las fiestas son particulares, que los petardos empiezan a sonar un mes antes y, sobre todo, que los niños no son más que meros espectadores o como mucho ejecutores en la quema de algún petardo, no puedo por menos de recordar los tiempos en que resultaban un ejercicio de integración vecinal haciendo de esta celebración una fiesta popular y compartida. Si a esto añadimos que la leche migada se sustituye por Coca y Cava, cualquier comparación es una mera coincidencia.

¡Qué buena estaba la leche migada, fría, con canela, una corteza de limón, azúcar y... el cariño de mi madre!

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Este soy yo

Hace ya muchos años que las circunstancias me hicieron dejar Salamanca por motivos profesionales, instalándome en Barcelona. Añoro mis raíces y cuando vuelvo pueden encontrarme paseando solitario a primera hora de la mañana por las calles que tanta cultura han acogido. Salamanca sigue presente en mí.
Siempre he sentido la necesidad de comunicar mis sentimientos, por si lo que a mí me parece interesante a alguien le pareciera útil.
Joaquín Hernández
Salamanca/Barcelona