lunes, 15 de junio de 2009

LOS ZAGALES QUE YO CONOCI (Cuento infantil)

Cuando yo iba al pueblo me daba rabia no saber silbar igual que aquellos zagales que de esta manera llamaban a su perro, hacían volver a una vaca o llamaban la atención de un vecino de acarreo. Yo les tenía una envidia infinita, ellos podían dirigir el trillo, el carro, el ganado hasta el abrevadero, recogían los chotos del charaiz y hacían mil y un trabajos igual que los mayores sin que nadie les dijera nada.
Su piel era negra por lo curtida, escupían dardos salivares entre unos labios resecos y escamados sin que les quedase ningún resto prendido en sus ropas. Se reían de mí porque no podía con los costales de grano y ni siquiera podía medir con el celemín y mucho menos con la media fanega, y no digamos cuando me hacían víctima de sus luchas que (ellos llamaban vueltas) entre la parva de la era; sus manos como zarpas hacían presa en mi enclenque musculatura y yo no veía manera de deshacerme de aquel manojo de tendones que se me venía encima envuelto en calzones de pana atados con cuerdas.
Las abarcas colgadas de una encina las mas de las veces habían conseguido que los pies mantuvieran una dureza natural que les permitía anclarse en tu pantorrilla que resultaban esmeriladas para una temporada si tratabas de desasirte.
Yo regresaba a Salamanca queriendo ser como ellos, fuertes, incansables, capaces de dormir bajo un carro para no perder tiempo y estar en el corte al ser de día, comer aquellas patatas “meneás” como desayuno, trepar a la fruta nada mas empezar a “Pintar”, conocerse todos los nidos para chupar los huevos, ir a ranas por todas las charcas y a tencas en tiempo de veda; en definitiva, ser suficientes para auto alimentarse del medio natural.
Aquellos zagales incluso tenían facilidad para el camuflaje cuando el maestro los buscaba desesperado por las eras porque no acudían a escuela, hablar con los padres era un tejer y destejer razonamientos para no llegar a ningún resultado y el pobre hombre se daba a todos los Santos para que aquellos mozalbetes conocieran otros modos y tuvieran otros medios de vida.
Las reginjonias y los alegatos eran variados pero todos tenían un trasfondo común, la aportación de los niños era imprescindible en una casa de labranza para sacar adelante la hacienda y si la casa no medraba de poco le servirían los estudios, al fin y al cabo pocos en la familia sabían las cuatro reglas y un poco de escribir y habían salido adelante, para ir detrás del arado no hacia falta contar mucho.
El paso del tiempo hizo que aquellos zagales emigraran a las grandes ciudades, acogiéndose a mil trabajos con jornadas interminables, todo les venía bien y a nada hacían asco, más de una vez se acordaron de su maestro y de lo bien que les hubiera venido hacer un hueco entre las múltiples ocupaciones.
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De la mano de su nieto uno de aquellos zagales ha reparado en un periódico en el que se hace referencia a la explotación infantil, el niño también se ha sorprendido con la foto que ilustra el reportaje: un pequeño africano haciendo adobes. Con cierto desdén el niño pregunta al abuelo:

- Abuelo: ¿ África está muy lejos.......?
- No, mi niño no,....... apenas una generación.

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Este soy yo

Hace ya muchos años que las circunstancias me hicieron dejar Salamanca por motivos profesionales, instalándome en Barcelona. Añoro mis raíces y cuando vuelvo pueden encontrarme paseando solitario a primera hora de la mañana por las calles que tanta cultura han acogido. Salamanca sigue presente en mí.
Siempre he sentido la necesidad de comunicar mis sentimientos, por si lo que a mí me parece interesante a alguien le pareciera útil.
Joaquín Hernández
Salamanca/Barcelona