La casa del pueblo se vende, la casa del pueblo se cae, la casa del pueblo dejó de serlo cuando fue de todos y no fue de nadie, cuando fue de nadie sin dejar de ser de todos.
Es la cajita llena de recuerdos, de olores, aromas y sensaciones que se fue desintegrando poco a poco, de puro vieja parece haber embarrancado en una playa desconocida a merced de vendavales, soles justicieros y rapiñas ocasionales.
Yo visité este barco hace años, toqué su casco herido con su proa aún desafiante, pude ver sus cuadernas al aire y su popa mordida por el tiempo, no quise subir a bordo para no romper las telarañas de mis recuerdos, le dije adiós prometiendo no volver para no contemplar su ruina, bendije a los vencejos por quererla como casa y hablé con el corral, compañero inseparable, y al verla en la distancia me imaginé cuando de niño salíamos en procesión delante de la abuela camino de la iglesia, la fiesta de San Miguel, veintinueve de Septiembre, campanas de alborozo, trajes de fiesta, mantones de Manila, reencuentros familiares.
San Miguel se queda sin la peana que sustentó mis recuerdos, el portón ya no cerrará el paso al saludo protocolario del forastero, tampoco las yares marcaran la vertical haciendo aplomo con el caldero, ni el escaño será disputado para compartir el fuego del hogar con la escañeta ni la tinaja sonará a vacío pidiendo agua, ni la fresquera despedirá olores de matanza ni el anaquel presumirá de cazuelas relucientes ni la familia llenará los mil rincones ni las camas acogerán nuevas camadas.
La distancia no me impide manejar el catalejo de los recuerdos y no puedo por menos de lamentar la falta de un capitán que manejara este barco para conducirlo a mejor puerto y, sobre todo, evitara embarrancar buscando aguas tranquilas.
Faltó una carta de navegación que marcara el rumbo, que uniera a una tripulación mermada y dispersa, que expresara con tiempo las coordenadas a seguir, que dejara claro el puerto de destino y que se obligara a calafatear el barco para evitar que se produjesen vías de agua.
Ahora cuando me llega la noticia de su desguace o quizá la posibilidad de un nuevo armador desearía que al apuntalar su ruina se obligase a mantener el puente de mando tal como lo fue durante generaciones y al mismo tiempo mantuviera el nombre que siempre sustentó este mascaron de proa.
Pero si esto no fuera así ¿por qué no donarla al pueblo con la obligación de mantenerla en pie para destinarla a museo y archivo de la memoria del lugar?
Es la cajita llena de recuerdos, de olores, aromas y sensaciones que se fue desintegrando poco a poco, de puro vieja parece haber embarrancado en una playa desconocida a merced de vendavales, soles justicieros y rapiñas ocasionales.
Yo visité este barco hace años, toqué su casco herido con su proa aún desafiante, pude ver sus cuadernas al aire y su popa mordida por el tiempo, no quise subir a bordo para no romper las telarañas de mis recuerdos, le dije adiós prometiendo no volver para no contemplar su ruina, bendije a los vencejos por quererla como casa y hablé con el corral, compañero inseparable, y al verla en la distancia me imaginé cuando de niño salíamos en procesión delante de la abuela camino de la iglesia, la fiesta de San Miguel, veintinueve de Septiembre, campanas de alborozo, trajes de fiesta, mantones de Manila, reencuentros familiares.
San Miguel se queda sin la peana que sustentó mis recuerdos, el portón ya no cerrará el paso al saludo protocolario del forastero, tampoco las yares marcaran la vertical haciendo aplomo con el caldero, ni el escaño será disputado para compartir el fuego del hogar con la escañeta ni la tinaja sonará a vacío pidiendo agua, ni la fresquera despedirá olores de matanza ni el anaquel presumirá de cazuelas relucientes ni la familia llenará los mil rincones ni las camas acogerán nuevas camadas.
La distancia no me impide manejar el catalejo de los recuerdos y no puedo por menos de lamentar la falta de un capitán que manejara este barco para conducirlo a mejor puerto y, sobre todo, evitara embarrancar buscando aguas tranquilas.
Faltó una carta de navegación que marcara el rumbo, que uniera a una tripulación mermada y dispersa, que expresara con tiempo las coordenadas a seguir, que dejara claro el puerto de destino y que se obligara a calafatear el barco para evitar que se produjesen vías de agua.
Ahora cuando me llega la noticia de su desguace o quizá la posibilidad de un nuevo armador desearía que al apuntalar su ruina se obligase a mantener el puente de mando tal como lo fue durante generaciones y al mismo tiempo mantuviera el nombre que siempre sustentó este mascaron de proa.
Pero si esto no fuera así ¿por qué no donarla al pueblo con la obligación de mantenerla en pie para destinarla a museo y archivo de la memoria del lugar?
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