Intenté conocerlo llegando hasta el pueblecito de Sedano donde pasaba sus últimos veranos, merodeé su casa husmeando su aura y su influencia en todo lo que le rodeaba, pude sentir el agua fría de la montaña que discurre como un torrente frente a la casita que fue del antiguo caminero, recorrí el paraje y trepé por los caminos de su entorno, tratando de imaginar paisanos y paisajes, quise entrever entre los visillos, los muebles de sus habitaciones recuperados de las casas del pueblo que quedaban vacías, quise sentir su bolígrafo de punta fina escribiendo sobre papeles reciclados, quise ver con ojos humanos lo que solo era perceptible con los ojos de la admiración y del respeto.
Me traje un trocito de su casa que en mi modesto equipaje pareció ser una joya inigualable, sentí la extraña sensación de haber cumplido con la obligación de rendir tributo a quien me enseñó a amar la tierra y a respetar su entorno, cumplí con la obligación de no molestar y no hacer ruido para no alterar su descanso, pero sentí las ganas de gritarle que no se me muriera porque no se puede morir quien ha recreado con tanta fidelidad un mundo que se pierde en aras de un mal llamado progreso, que esos paisanos lo necesitan como especialísimo notario de su trajinero deambular y de sus charlas solaneras.
Me digo a mí mismo que Delibes debe estar de tertulia con Machado y Gabriel y Galán, y entrados en temas rurales y describiendo avatares, seguro que se les olvidó que les necesitamos aquí en la tierra para hacerlos más humanos mientras desde el escañil la señora de rojo que lo esperó tantos años les observa reparando un escabel para la casa de la eternidad.
ADIOS MAESTRO
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