sábado, 13 de diciembre de 2008

El milagro de San Antonio

Dos sombras negras saltan desde el tejadillo de nuestro patio hacia la trasera de la casa; dos sombras siniestras, aterradoras, dejan caer unos sacos contra la puerta del gallinero.
Mi padre ante lo inesperado del encuentro no acierta a explicarse qué es lo que está pasando, duda; son las cuatro de la mañana; el telegrama que tenía que mandar desde el despacho situado en una esquina del corral no tendrá por ahora destinatario, parece que las líneas están cortadas. La hoja del periódico que tenía que poner punto final al mensaje se le cae de las manos. La linterna negra, cuadrada, que fue botín de guerra, padece de un intermitente impreciso y la luz que tendría que haber señalado el camino de las evacuaciones parece tener el mismo temblor que su amo.
La voz que quiere ser de alerta no le sale de la garganta y cuando por fin considera que la situación está controlada y se decide, la voz de mi madre desde la cocina le hace pegar un respingo que manda la linterna a hacer puñetas y los pantalones al lavadero.
La oscuridad es total y ya se sabe que de noche las sombras son molinos. Al fin el bueno de Paco recupera la compostura y decide una descubierta. Amparado por la luz que sale de la ventana de la cocina se acerca hasta los sacos arrojados desde la tapia del corral; toda precaución es poca, primero tantea con el pie, espera para ver si en los sacos hay algo que se mueva o pueda ocasionar alguna desgracia. Nada se mueve y al fin decide con la ayuda de su maltrecha linterna abrir la boca del primer saco:
Se trata de nuestras preciosas y blanquísimas gallinas, una pareja de desalmados ha saltado la tapia del corral, por la parte trasera y una vez llegados al gallinero le han retorcido el cuello a todas las que han podido. El susto de mi padre ha sido importante; pero el disgusto de mi madre ha sido de los que hacen época, pues las puñeteras aves suponían una despensa viviente y un orgullo como ama de casa.
Teníamos la ventaja de disponer de un corral suficientemente grande como para no tener que sacar las gallinas a la calle, como hacían el resto de las vecinas, y además se mantenían con los restos de la comida y desperdicios de nuestra casa, incluidas las mondas de las patatas debidamente cocidas y espachurradas.
Por la mañana la noticia era conocida por todo el barrio; quien más, quien menos, pasó por casa para acompañarnos en nuestra desgracia. Mi madre en un emotivo y postrero homenaje a sus pupilas ha decidido que todo el que quiera puede llevar a enterrar en su cazuela aquellos cuerpos inmaculados. Nosotros por supuesto guardamos luto riguroso y nos consideramos en cuaresma aun estando en pleno invierno.
Lo cierto es que en los días siguientes se vieron más mondadientes entre los agraciados, que se habían visto en muchas bodas. Los entierros debieron de tener hasta novenario ya que en muchas de aquellas cocinas no se dejó de oler a guiso hasta el jueves de Corpus; que por ser fiesta importantísima requería un rango especial, con Palio y procesión.
De todas nuestras gallinas sólo se habían salvado una media docena que, por miedo o por astucia, se habían refugiado en lo más intrincado de los ponederos. No fue fácil convencer a mi madre para que no se deshiciera de ellas, pues en un gesto de rabia quería acabar con todo vestigio de gallinero. Su obsesión era que los que habían entrado por las primeras ya sabían el camino y les seria fácil venir a rematar la faena.
Por fin dimos con la solución: como sólo eran seis las gallinas que quedaban, las recogeríamos cada noche en nuestra cocina y dormirían en el hueco que teníamos debajo de la pila; donde ahora teníamos el carbón, que además tenía puerta y aldaba.
Aceptada esta solución aquí nos tienes a toda la familia a la caída de la tarde haciendo un pasillo desde el corral hasta la cocina para que, cual encierro sanferminero, las gallinas fueran llegando para cerrar la puerta de su dormitorio sin que se asustaran, lo cual era motivo para montar un jolgorio de plumas y cacareos difícil de describir. Todo fue bien hasta que una fatídica mañana las gallinas no quisieron salir de su escondite, a todos no extrañó el poco ruido que hacían y más cuando estábamos acostumbrados a que al menor atisbo de luz, se ponían como locas intentando salir al corral.
Mi madre les abrió la puerta y al mismo tiempo lanzó un grito que recorrió toda la casa. Las seis gallinas estaban muertas, algún mal nacido había puesto algo que las había envenenado. Enseguida cargamos la culpa contra algún vecino envidioso, tal vez los mismos que habían saltado la tapia del corral. Una vez mas las voces se corrieron por el vecindario y cabe pensar que alguno, que aún tenía el palillo entre los dientes desde el festín anterior, empezó a limpiarlo y a sacarle punta para iniciar una nueva degustación.
Mi madre se dio a todos los diablos, y sólo acudía a San Antonio cuando no tenía otro más a mano. Las gallinas fueron sacadas de la carbonera sin que esta vez se las ofreciera a nadie, pensando en que podían estar envenenadas. Las lanzó por la ventana que daba al patio con el fin de que fueran enterradas con la mayor brevedad posible en una zanja en el mismísimo corral, mas las vecinas, a las que ni lo del veneno disuadía de hacer un enterramiento a semejanza del anterior, juraron por San Antonio bendito que sólo querían evitarle el mal rato de presenciar tan funesta ceremonia.
Cuando las buenas vecinas se disponían a sacar el fagot y los crespones negros para proceder a otro enterramiento con honores de capitán general, hete aquí que las gallinas empiezan a correr (un poco cabezonas al principio) y, aletazo aquí y derrape por allá, empiezan a enderezar las crestas; las vecinas corriendo detrás de ellas como no creyéndoselo, o más bien intentando que no se reanimaran mucho para poder cumplir las órdenes recibidas.
Mi madre, en un llorar y reír al mismo tiempo, y en un rezar, maldecir y pedir perdón a San Antonio, montó en un momento el espectáculo de la sinrazón. Las vecinas, con las corvas al aire y los visos al viento, más parecían empeñadas en competir contra las gallinas que a favor de ellas.
Al fin los animales se salieron con la suya, y pudieron más las ganas de vivir que las malas artes de las voluntariosas guisanderas. Mi madre debió hacer las paces con San Antonio y toda su corte de pájaros celestiales y las seis hermosas gallinas nos siguieron dando calor por dentro y hermosísimos huevos con “ Puntilla “.
Alguien se dio cuenta de que lo de las gallinas había sido falta de oxígeno, pues seis gallinas en tan poco sitio y sin ventilación ni San Antonio hubiera podido salvarlas de haber transcurrido algún minuto más. El aire del corral y los meneos que les dio mi madre para lanzarlas por la ventana habían hecho que los pulmones de las pobres gallinas recibieran oxigeno y con ello se realizara el milagro de la resurrección.
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Nota: Las dos sombras que saltaron por el corral, fueron: El Lute y su padre, dos peligrosos delincuentes, el primero de ellos lo cuenta en su libro autobiográfico: "Camina o Revienta".
El suceso es tan real como lo cuento, y esto sucedía en nuestra casa, calle Marques de Caballero, 22 ( hoy flamante Avda. de Portugal), un entrañable barrio con casitas de planta baja, donde se consideraba la calle como la sala de estar de todos los vecinos, y las desgracias y las alegrías de los demás se sentían como propias.
Aquellas casitas de planta baja hoy se llamarían casas unifamiliares; donde crecería el césped y habría piscina nosotros teníamos huerto y gallinas; lo que antes se llamaba subsistencia ahora se denomina comida natural y ecológica; lo que ahora se persigue como idóneo nuestras madres lo tenían como lógico; lo que yo aprendí de convivencia y de participación hoy se llamaría master.

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Este soy yo

Hace ya muchos años que las circunstancias me hicieron dejar Salamanca por motivos profesionales, instalándome en Barcelona. Añoro mis raíces y cuando vuelvo pueden encontrarme paseando solitario a primera hora de la mañana por las calles que tanta cultura han acogido. Salamanca sigue presente en mí.
Siempre he sentido la necesidad de comunicar mis sentimientos, por si lo que a mí me parece interesante a alguien le pareciera útil.
Joaquín Hernández
Salamanca/Barcelona