jueves, 1 de enero de 2009

EL DIA QUE ME SENTÍ REY MAGO

Mi señorita del colegio Francisco de Vitoria lucía siempre las uñas pintadas, encima de su mesa tenía una maquinita para sacar punta a los lapiceros. Usaba siempre un lápiz grueso de dos colores, que por un extremo escribía en rojo y por otro en azul. Siempre gastaba antes el de color azul porque el rojo era el de las malas notas y a ella no le gustaba ponerlas.
Sólo tenía un lápiz y al cabo de pocos meses escribía casi, casi, con las uñas y a mí me daba un poco de pena y siempre pensaba que como pudiera le regalaría uno bien grande para que no tuviera que escribir con los dedos. La señorita Mercedes era mi preferida.
La señorita Mercedes debió ser rica antes de la guerra porque tenía un abrigo de pieles, ahora debía ser pobre, porque lo tenía ya muy rozado y no se lo cambiaba. La señorita Mercedes si tuviera dinero no escribiría con una colilla de lapicero.

Mi primo Federico vivía en el Banco de España; en un piso con calefacción, ascensor y una lavadora de la marca Bru, que como tenía ruedas en las patas se ponía a lavar y salía corriendo. Mi madre decía que mas bien “masaba” la ropa.
Mi tío Fortuna, el padre de mi primo Federico, ganaba mucho dinero pero a mis primos no les daba paga los domingos. Una vez de tanto dinero que tenía nos dio a cada uno una peseta de papel ¡Sin estrenar!
Una noche, durante las vacaciones de Navidad, cuando las oficinas del banco estaban cerradas y los guardias estaban cenando, cogimos las llaves que tenia mi tío Fortuna y nos metimos dentro de las oficinas. A mí no me dejaron entrar y me quedé vigilando fuera pero con la condición de que me trajeran un lápiz gordo que escribiera azul y rojo.
Cuando salieron, traían muchas cosas en los bolsillos, y a mí para que me callara y a regañadientes me dieron alguna cosa, pero menos que ellos. Yo no dije nada y me lo guardé todo sin mirar, pero me aseguré de tener el lapicero gordo que escribía rojo y azul.
Entre otras cosas también me dieron dos gomas de borrar, eran de lo más suave, nuevas, con un olor intenso como de canela; una era de la marca Milán, y otra más larga, larguísima, de la marca Pelicano, que podía hasta borrar tinta.
Había otras cajas que debían de valer mucho, por lo que pesaban, pero que yo no sabía para qué servían. Se trataba de unas barritas de metal en forma de u, que se partían en cuanto las tocabas, como no podía enseñárselas a nadie, me quedé con las ganas de saber para qué eran.
La mañana siguiente la pasé entre el remordimiento por lo que habíamos hecho y la ilusión del regalo que le tenía preparado a la señorita Mercedes. Le traería el lápiz en cuanto pudiera, se lo dejaría encima de la mesa antes de que llegara y esperaría para ver su cara de alegría.
Lo guardé todo el resto de las vacaciones sin decírselo a nadie y, cuando reanudamos las clases después de Navidad, lo primero que hice fue dejárselo encima de su mesa en la clase.
Cuando llegó y después de darnos la bienvenida preguntó por el rey mago que le había traído aquel magnifico obsequio; yo de vergüenza agaché la cabeza para que no me viera, y deseé de todo corazón que sacara punta a aquel lapicero para verme abrazado en su mano.

Después de multiplicar por diez los años en que viví esta historia tengo siempre en mi escritorio una o dos gomas de borrar, un lapicero y la grapadora por la que descubrí para qué valían las barritas que se rompían con tanta facilidad. Lo que no puedo remediar es que los lápices de colores se pierdan con total indolencia por parte de los niños de hoy, saturados de juguetes pero faltos de ilusión y sobre todo del valor de lo que tienen

Ahora el edificio del Banco de España pasa a ser propiedad de la ciudad de Salamanca, para mí siempre será la casa de mis primos y el escenario de mil aventuras, con guardias en la puerta y gallinas en su torreón.
Más adelante explicaré la historia del gallo al que inoportunamente se le ocurrió cantar a la salida de misa de la Iglesia del Carmen y la bicicleta fantasma que recorrió los pasillos hasta la caja fuerte sin que nadie supiera como llegó hasta allí.

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Este soy yo

Hace ya muchos años que las circunstancias me hicieron dejar Salamanca por motivos profesionales, instalándome en Barcelona. Añoro mis raíces y cuando vuelvo pueden encontrarme paseando solitario a primera hora de la mañana por las calles que tanta cultura han acogido. Salamanca sigue presente en mí.
Siempre he sentido la necesidad de comunicar mis sentimientos, por si lo que a mí me parece interesante a alguien le pareciera útil.
Joaquín Hernández
Salamanca/Barcelona