domingo, 4 de enero de 2009

EN LA PLAZA DEL CORRILLO JUNTO A LA PLAZA MAYOR

La entrada en aquel edificio era un tanto tétrica, por el abandono que mostraba ya desde la calle. El hueco de la escalera aprovechado como kiosco de periódicos extendía sus novedades por las paredes y la puerta de entrada; una cuerda con pinzas de madera a modo de tendedero doméstico se pegaba como una enredadera por las paredes impidiendo el paso. El escaso metro de anchura del angosto portal era ocupado como almacén, diseminando por doquier los fardos de periódicos y revistas que parecían las raíces que daban lugar a aquella madreselva de frutos de imprenta.

El pequeño habitáculo por supuesto no daba para lujos, y mucho menos podía disponer de un indispensable mingitorio, lo que daba lugar a supuestas evacuaciones de urgencia con medios artesanales. Todo ello podía intuirse por los olores; que se mantenían de manera más o menos intensa y que se podían detectar al punto de llegar al dintel de la puerta.

La escalera era estrecha, desconchada, de escalones carcomidos, las paredes que estaban rayadas hasta el infinito, con inscripciones de todo tipo y con auténticos surcos en el yeso, dejaban ver el ladrillo en su más desnuda manifestación. La barandilla, para no desentonar en el conjunto, carecía de algunos barrotes y agarrarte al pasamanos para darte impulso y saltar por encima de los fardos desencadenaba un movimiento en toda la estructura que dejaba temblando la balaustrada durante un buen rato.

La puerta del primer piso correspondía a un almacén de zapatería. Por su estado podía deducirse su escaso uso, pues las pelusas competían por hacerse un hueco amontonándose unas sobre otras al paso de cualquier mortal. Con la altura la escalera recibía algo más de luz por un ventanuco que la que entraba desde la calle, al mismo tiempo la propia claridad hacia más elocuente la cantidad de telarañas que colgaban del techo, que por lo tupidas y consolidadas debían tener contrato vitalicio en aquella propiedad.

La puerta del segundo piso disponía de un amplio agujero por el que podía verse el hall de entrada sin necesidad de abrir la puerta, el cambio de una vieja cerradura había dejado un hueco importante en el marco que nadie se había preocupado de tapar. Mientras abrieron la puerta me dio tiempo para evaluar la desidia y el abandono que reinaba en el lugar y cómo una verdadera alfombra de polvo seguía escaleras arriba. También pude ver una legañosa bombilla que por ser de día no lucía pero que me hizo dudar si por la noche tendría alguna utilidad dado que la maraña de visillos que la cubrían parecía dispuesta a neutralizar cualquier intento de cumplir con su cometido.

Una vez me abrieron la puerta las sorpresas siguieron sucediéndose. Varias hileras de mujeres encorvadas sobre sus rodillas cosían sin descanso los trajes de la alta burguesía Salmantina. Unas diminutas tajuelas era todo el asiento del que disponían y sólo una o dos de ellas tenían el privilegio de disfrutar de sillas de enea que con el tiempo se habían desfondado, pero que a base de cuerdas y mañas conseguían mantener en activo. Los hombres permanecían de pie y eran los encargados de planchar las prendas conforme las mujeres daban por terminado su parte en aquel trabajo.

Todo me parecía un poco irreal y sin salir de mi sorpresa pude apreciar como dos de aquellas chicas se disputaban la oportunidad de disfrutar de la piedra que servía de soporte a una de las planchas, tratando por todos los medios ponerla a su lado para calentarse. Al final fue el jefe de aquel taller quien decidió a quien de las dos correspondía el turno de tan precaria calefacción no sin ahogadas alegaciones de la perjudicada.

Aquellas pobres mujeres se pasaban diez y doce horas todos los días sentadas en los diminutos asientos, sus espaldas curvadas y tensas como arcos de flecha no tenían oportunidad de relajarse y sólo aduciendo alguna pregunta sobre el trabajo realizado les permitía destensarse. Las piedras que servían para posar las planchas entre los distintos cambios de prendas eran disputadas entre ellas como única calefacción y envolviéndolas en tiras de ropa vieja procuraban ponerlas a su lado para calentarse los pies y los dedos de las manos cuando se entumecían, para poder seguir manejando la aguja. Nadie hablaba en aquel taller, sólo el golpeteo de las planchas y las llamadas de atención rompían un silencio que hacía más tensa la agotadora jornada. Fue un alivio el día en que repusieron los cristales que faltaban en las ventanas, ya que, al menos decían ellas, el cierzo no se notaba tanto.

Cuando salí a la calle no pude dejar de mirar hacia aquel segundo piso de la plaza del Corrillo donde los trabajadores tenían que aguantarse las evacuaciones mayores hasta reventar o salir a la carrera hacia la calle tratando de llegar a tiempo a cualquier lugar donde aliviarse. El dueño de sus vidas tomaba café cada día en el casino y era respetado y envidiado en su entorno como empresario solvente.

Podía pensarse que estoy hablando de un taller clandestino con personal venido del Este, pero no, esto sucedía en la España de l958 muy cerquita de la Plaza Mayor, sus nombres eran... Carmen, Isabel, Hortensia, Joaquina, Eugenia, Balta, Manolo, Jose Maria..... Para ellos mi recuerdo, cuando ahora en una redada policial se descubren talleres clandestinos y todo el mundo se exclama no puedo por menos de recordar que en la España de los sesenta también los había, y no clandestinos precisamente, como también había niños trabajando sin que entonces se llamara explotación infantil.

Ésta fue la España que dio paso a la otra España del bienestar, éstos fueron los niños que, ahora abuelos, tiran de sus nietos para que los hijos sigan trabajando, éstos son los jubilados que con pensiones exiguas calientan sus cuerpos al sol de Benidorm como limosna del régimen al que dieron su vida, ésta es la generación que vivió la posguerra dura y difícil para los que el bienestar se mide por el estatus de sus hijos, que en su tiempo produjeron beneficios y desarrollo y ahora resultan gravosos en cualquier autonomía por que restan dinero de sus presupuestos.

¿Qué pasaría si los abuelos nos declarásemos en huelga de brazos caídos? ¿Cuántas empresas no tendrían que cerrar por falta de guarderías para los niños? ¿Cuándo se supone que llegará nuestro tiempo?

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Este soy yo

Hace ya muchos años que las circunstancias me hicieron dejar Salamanca por motivos profesionales, instalándome en Barcelona. Añoro mis raíces y cuando vuelvo pueden encontrarme paseando solitario a primera hora de la mañana por las calles que tanta cultura han acogido. Salamanca sigue presente en mí.
Siempre he sentido la necesidad de comunicar mis sentimientos, por si lo que a mí me parece interesante a alguien le pareciera útil.
Joaquín Hernández
Salamanca/Barcelona