Cuando las mañanas empiezan por ir a comprar el pan, empiezan de otra manera. Mi panadera de toda la vida, no vende pan, vende sonrisas envueltas en un buenos días larrrrrrrgo y dulce que te da la sensación de que debería ser recetado por el médico; el pan es siempre el mismo pero ella se empeña en escogerlo para que el tuyo sea especial y sin parangón de todos los que se apilan en sus estantes. Mis piezas de pan no se llaman como todas, las mías se llaman “Barritas de medio” y sólo una pinza plateada parece autorizada a trasladarlas de sitio.
Mi amiga la panadera tiene los buenos días hechos a medida, no son los mismos para los ancianos que para los niños o amas de casa, los buenos días para los niños son más cantarines, más de última generación, su sonrisa es más de polichinela y suele rematar el adiós con un palote de regalo; mi amiga la panadera cuida su futuro, cuando la abuela se presenta con su nieto lo llama por su nombre, le saca los parecidos más convenientes y no duda en desgranar el árbol genealógico; mi amiga la panadera, no se entretiene cuando no le interesa, habla sobre la marcha y sólo hace hincapié para aumentar la venta deteniéndose en ensalzar otros productos ante el cliente no habitual, al que sólo con su sonrisa hace más apetecibles sus pastelitos.
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