El Baudilio y la Encarna se las ingeniaban para estar en todos los pormenores que se organizaban en la parte alta del Carmelo; llegaron jóvenes a Barcelona, las pasaron más estrechas que un fideo de tercera, como solía decir Baudilio, y aunque ahora a la Encarna le sobresalían algunas lorzas que la faja no podía disimular se mantenía activa y dispuesta como siempre a cualquier festejo social.
Se trataba de aportar las fotos que de la vida del barrio tuviera cada uno para ilustrar el mural del “Casal del Barri”, ella había sacado del armario aquella caja de madera que más parecía cofre de tesoros que antiguo estuche de cava y sobre la mesa camilla estaba “triando” como quien deshoja una margarita, las escasas fotos que tenían del primer asentamiento cuando llegaron a Barcelona.
Baudilio en principio con desgana y luego con cierto interés se vio debajo de la higuera que en su día tenían al lado del chamizo de los aperos, la camiseta de tirantes dejaba al descubierto una enclenque anatomía, fibrosa como cuerda de guitarra, escasa de carnes y sobrada de fatigas, aparecía delgado debido más a las hambres y a la falta de descanso que a su condición natural. A su lado la Encarna joven y lozana disponiendo cucharón en mano la comida del hornillo, los zagales aparecían enredando con el perro y un poco más al fondo podía adivinarse el cachito de huerto con los tomates y los pimientos a punto de recogerse.
En otra de las fotos ya se veían metidos en obras, habían conseguido materiales a buen precio y como aquella caseta no daba para muchas alegrías habían decidido ampliar la parte de atrás para sacarles una habitación a los chiquillos y con poco más un retrete en condiciones, sin tener que estar baldeándolo después de cada servicio. No pudieron dejar de recordar la peripecia de la camioneta cuando no pudo subir el último repecho de la calle, y cómo los vecinos acudieron en su auxilio y todos a una empezaron a descargarla, haciendo cadena hasta que la pobre, aligerada de peso, pudo reanudar la marcha resoplando y echando un humo negro que dejó la calle ensombrecida durante un buen rato.
Luego estaba la foto cuando vino el acomodo para los parientes que llegaron para trabajar en lo que fuera, con las pocas perritas que traían de recoger la aceituna se metieron a remendar el tejado sacándole un piso a la vivienda original, que si bien no quedó todo lo grande que querían al menos pudieron remediarse haciendo sobresalir las vigas por la parte delantera, aunque en ello perdieran la higuera que tan buena sombra les daba, las puertas y las ventanas las recuperaron de un derribo próximo y aunque no fueron iguales una vez pintadas quedaron tan ricamente.
También apareció una foto de cuando la Encarna fue madrina en la procesión de la patrona del barrio la Virgen del Carmen, y allí sí que lucía esplendorosa con su peineta y su mantilla, las enaguas almidonadas y los zapatos de tacón, que según dieron en decir más parecía una artista de cine que la mujer del Baudilio.
Sus fotos en el mural aparecían perdidas entre otras muchas; cada vecino tenia su historia, todas parecidas, cada historia tenía sus protagonistas y el argumento hablaba de gente trabajadora, que sin recursos ni medios habían hecho de aquella montaña desierta y despoblada un refugio precario donde cobijar la ilusión del mañana en la alegría de vivir cada día como un peldaño al futuro.
Ahora el metro ha subido al barrio, aquellas viviendas autocostruidas están desapareciendo; al barrio le lavaron la cara después del hundimiento del túnel de maniobras y en pocos años cabe suponer quedará relegada en el cajón del olvido la lucha tenaz de aquellos emigrantes que construyeron a la espalda del parque Guell, uno de los lugares más populosos de Barcelona donde sólo las ganas de salir adelante domesticaron un paisaje de piedras y chaparros, entonces hogar de desheredados y ahora balcón impagable sobre una Barcelona agobiada por el trafico y la contaminación.
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