Aquel autobús tenía algo vetusto y poco de moderno o así me lo pareció, era el coche de línea que me traía del pueblo. La libreta de pan olía a tahona, el traqueteo del vehículo hacía que llegara con más intensidad el aroma de aquel pan blanco horneado cual rosquilla ledesmina y uno, frágil en lo emotivo y fácil a las tradiciones, dio por bueno librar a aquel invento bendecido por Dios de un insignificante saliente que el bueno del tahonero había dejado a modo de apéndice nasal o muñón mal cercenado que a fe mía desmerecía obra tan maestramente trabajada. Rica corteza, crujiente y dorada al calor del horno de leña que a bien tuvieron alimentar aquellas fauces que por escarba-dientes tienen una pala y por sacamuelas molinero de maquila.
Dile vueltas a la cortecita dichosa a modo de caramelo dominical de duración ilimitada hasta que en un puro homenaje a la mente de los recuerdos decidí sacrificarla; parecíame ultrajarla como si pan de los ángeles fuera, triturela con cierta parsimonia al tiempo de analizar aquel crujido que parecía liberar los aromas escondidos en el arcón de la cocina, reino de trébedes, yares, tenazas y badil. Poco duró aquel empeño, el menguado botín no hizo sino despertar las papilas gustativas y bien fuera por ello o bien porque los jugos gástricos se habían puesto en marcha algo en mi hizo flaquear los deseos de llegar con aquel pan enterito hasta mi casa.
Pensé que al fin y al cabo la libreta bien podría haberse partido mientras viajaba desde Salamanca y en ese caso tampoco le habríamos hecho ascos sino más bien homenaje póstumo cual lisiado en campo de batalla. No quiso la mano más que el cerebro la dejara libre y en un deslizarse entre el envoltorio apareció con un rescaño redondo, blanco, oloroso y crujidor que a más de un compañero de viaje hizo volver la cabeza; no quise siquiera simular invitación a participar porque a buen seguro el motín se hubiera producido a bordo del vehículo hasta rescatar de su camuflaje aquel rehén inocente y puro que viajaba conmigo en el halda.
Sucumbí a la tentación; del primer rescaño pasamos al segundo coscurro y hubiéramos seguido de no atender a la llamada de la conciencia ante lo impropio de entregar un pan lisiado y desportillado sin perro a quien echarle la culpa ni testigo de desastre ocasional. En trance me puse cual pecador ante confesionario dispuesto a la penitencia pero con miedo al Ave María Purísima y a ello me dispuse sin propósito de enmienda ni tampoco contrición.
Tramoyé excusas para justificar mi gula, y al no dar con ninguna hecha al caso solo acerté a girar el desconchón hacia la parte interior del envoltorio como única manera de preservar la evidencia de mi pecado mientras escurría el bulto dando besos y haciendo arrumacos.
Al poco mi mujer me llamaba al orden, bajé la cabeza, admití mi falta y prometí no hacerlo más. No es de pensar que quede rebojo alguno pero de ser así prometo contar la incidencia del hallazgo y las circunstancias que se dieron, no sin agradecer antes al buen amigo que se acordó de mi haciéndome llegar tan preciado presente hasta Barcelona.
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