He necesitado acudir al campo,
pisar los brezos y oler a tomillo dejar que las olas de romero me inundaran al romper
contra mis botas mientras los arboles en esta su época dorada dejaban caer sus hojas
como lagrimas ingrávidas al tratar de seguir viviendo. El bosque me relaja y
aun sintiéndome invasor no me siento
extraño el campo arropa engulle te
mimetiza y te absorbe pero siempre te regala la alegría de formar parte de él
compartiendo sin competir viendo y
dejando vivir aspirando y dejando fluir.
Un joven roble me sale al camino , sus hojas
bañadas de oro se adivinan entre pinos asilvestrados; su afán por sobrevivir
han hecho de él un ejemplar largo y
esbelto; la necesidad de poseer un trocito de cielo le han obligado a crecer
sin pausa olvidándose de engordar, las especies
invasoras lo tiene cercado y aunque las mesnadas de pino salvaje proliferan a
su alrededor hay un bosquecillo de
encinas que lo amparan y protegen mientras
los pinos indolentes y salvajes crecen cual espingardas queriendo robarle el
sol.
Rodeo el bosquecillo y sigo mi
andadura tras huellas jabalinas los tacos de mis botas se amarran al suelo y
gracias a ellas puedo sortear el barranco que quiere cerrarme el paso; al otro
lado un huerto familiar marca su territorio con un entramado de cañas y
trebejos, todo es precario y reciclado a
mi alrededor y mientras observo desde el
cobertizo instalado en el ángulo
mas alto del desnivel una voz gruesa y fuerte que quiere ser familiar me da los buenos días.
El hombre se acomoda tras un precario
estaribel y me invita a compartir su austero almuerzo, observo por sus modales
y en su porte que no siempre fue hombre de campo y que tampoco el campo ha conseguido asilvestrarlo, una radio tan
antigua como su móvil lo mantienen conectado con el mundo del que me asegura se
apeó o lo apearon el vértigo de la deshumanización la locura globalizadora y una maldita hipoteca.
Nos despedimos con la promesa de
volver a encontrarnos, una banasta con productos de su huerto se vino conmigo;
pero en esa banasta también viaja el amargo poso de nuestra conversación y la
imagen de un desterrado al que por ser honrado el banco perseguirá de por vida impidiéndole
volver a formar parte de esta sociedad a la que llamamos civilización.
LAS MACETAS EN LAS VENTANAS SON
MEDALLAS A LA HIPOTECA
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