Los dos periñanes estaban desolados sus lagrimas por una vez
sinceras dejaban surcos de arada en sus mugrientas caras, aquellas manos prestas siempre a extenderse suplicando una limosna hacían
esta vez de moquero y empapador del
goteo que sin pretenderlo hacían de la nariz
gárgolas traicioneras en constante destilación, el dorso de sus manos lijaba
sus mejillas al tratar de contener los lagrimones mientras uno y otro entonaban
toda una sarta de imprecaciones ininteligibles que mas por oficio que por
convicción acompañaban con gestos de inmensa amargura y particular desconsuelo,
la muerte según decían había cogido un
atajo y ante ella juraban por el Dios de los cielos nada pudieron hacer; decían
aquellos dos mendigantes de media fanega
tal como ellos se definían a los que el raciocinio les resultaba tan escaso que
en la lista de aspirantes a bachilleres no ocupaban cabalmente un lugar de
mucha aproximación.
El catafalco
depositado sobre unas angarillas en la iglesia de San Blas contenía los restos
de su benefactor más preciado en una Salamanca llena de fríos donde el hambre estaba
incrustado en sus huesos sin abrigo de
carne y magros de grasa y unas tan descantilladas costillas que podían muy bien
ser contadas pues eran más propias de tabla de lavadero que de percha de anguarina
y
media manta; que además mal que bien tiraban de unas alforjas que les servían
de despensa en una ciudad donde la caridad cristiana estaba tan medida que ni
celemín ni media cuarta sobraban en mas zaguanes que los propios de algunos
conventos o señor principal.
Al difunto ataviado con el sayal de San Agustín se le habían
de adivinar las facciones pues de puro encapuchadas apenas si dejaban al
descubierto unos insurtos pelos en la quijada,
sus manos tantas veces prestas al consuelo permanecían ahora incrustadas
en las bocamangas que encontradas entre sí hacían de la visión una cuestión de fe,
la noticia de su muerte se había extendido por toda la ciudad como parva en
ventolera, dejando desasistidos de cuerpo y alma a tantos desamparados y
feligreses que la ciudad toda sentíase
huérfana de consuelo y falta de guía espiritual. Aquel fraile agustino nacido en la provincia
de León, tenía en Salamanca fama de pacificador pues no en vano convenció a los
dos bandos irreductibles en que estuvo dividida
la ciudad para que salvaran los rencores y depusieran sus armas, también se
declaró benefactor de los humildes y amparador de los enfermos. De
elocuencia fácil y convicción sencilla
se había granjeado fama de erudito y conversador nato achacando a la avaricia
muchos de los males de la época y condenado enérgicamente el
relajamiento moral y de costumbres como un mal que había de erradicarse sin
dilación ni blandenguería.
Y fueron estas platicas y sermones los que llegaron a
convencer a un bello doncel llamado Iñigo
que en un gesto de arrepentimiento decidió cambiar de vida dejando atrás los devaneos
de alcoba que mantenía con una acaudalada condesa de la que se despidió enviándole
un correo de pliego y pluma donde le
comentaba como tras muchos devaneos marchaba a tierras de misión donde purgaría sus culpas
y pediría por que ella misma así lo hiciera.
La tal condesa presa de fuerte cólera y no manco ataque de
celos juró venganza ciega contra el predicador
que había sido causa de la rotura de su
idílico romance y en un desmesurado ataque de ira juró por lo más sagrado poner
fin a la vida del agustino que según ella tanto y tan mal había aconsejado a su
amado.
Enredadora cual quiromántica en ejercicio fue vista por los
alrededores de la cueva de Salamanca donde las brujas celebraban sus aquelarres
implorando los favores del chivo cabrón, allí se juró el exterminio del joven predicador al
que el maligno quiso ver fenecer entre vapores de azufre y rituales alrededor
de la hoguera invocando la presencia del averno.
Mandó al alquimista preparar jarabes que siendo en buen
principio depurativos pudieran contener en su composición veneno de cobra, áspic y víbora pero macerados y enmascarados en
esencia de orujo y amargo sueco de manera que pasaran inadvertidas al confiado
fraile que entendiendo como natural del ser humano el hacer el bien no habría
de dudar que aquel remedio enviado como atenta deferencia pondría fin a la persistente tos y a la no
menos incomoda calentura vespertina que tanto y tan persistentemente le
incomodaba.
Fueron llamados a presencia de la marquesa los dos desheredados
de nuestra historia correveidiles de
oficio y pedigüeños de beneficio que no mas le encomendaron la redoma envolvieronlá
en su capichuela y espoleados por algunas monedas de acuarto y aprendida de
memoria la tabla de apliques y recomendaciones emprendieron camino del convento
donde el agustino presa de ronca tos y no poco esputamiento no puso duda en el
remedio que aquel alquimista disfrazado de galeno le hacía llegar a través de sus
dos conocidos infelices a los que sentó a su mesa amparando sus hambres.
El bebedizo hizo su efecto y en no más de unas horas aquel
fraile de palabra fácil y verbo floreado sintiose aturdido en su entendimiento
y perdido su sentir sin que los
sangradores llamados a su cabecera pudieran poner remedio a un mal tan rápido y
traicionero reparando entonces aunque demasiado tarde en la pócima suministrada
por el taimado alquimista al que la condesa había hecho desaparecer
encaminándolo hacia la vecina Portugal.
Viendo el fraile su fin muy próximo reunió fuerzas para
perdonar a sus verdugos al tiempo que prometía que al reunirse con el sumo
hacedor pediría acabara la larga sequia que asolaba la ciudad.
La ciudad guardó luto riguroso encendiendo hachas y teas
para velar la noche; toda la comarca lamentó el trágico final de aquel fraile
entregado a los demás sin coto ni medida en el esfuerzo y fue la misma ciudad
la que mandó gravar en piedra los milagros del santo dando nombre a la callejuela
donde el necio toro se paró en seco al encontrarse con el buen fraile y por
Tentenecio se quedó para los siglos; también quedó escrito el milagro del pozo
llamado amarillo, la ciudad exaltando su agradecimiento marcó en rojo el mes de
Junio por ser el once de este mes el día de su muerte el veinticuatro también
de Junio había sido el día de su nacimiento y del mismo mes y en el día 18 fue el
día en que tomó los hábitos de la orden
de San Agustín.
El triste final del que quiso llamarse fray Juan de Sahagún no
estaba impregnado en las páginas de un libro como En el nombre de la rosa pero vistos los acontecimientos bien podía
llevarnos a una historia de intrigas cortesanas acaecida en la Salamanca más
intrincada del siglo XV.
San Juan de Sahagún fue nombrado patrón de la ciudad festejando
cada año el mes de su nacimiento.
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