No todas las tardes había pan y chocolate para merendar a
veces el pan con aceite y azúcar era una buena merienda y no digamos la nata que
resultaba después de hervir la leche añadiéndole un poquito de miel, nuestra
merienda era de los ricos de la barriada siempre había pan con “algo” lejos del
pimiento verde a palo seco, la tira de
bacalao o las aceitunas con que otros se relamían tratando de estirar el
condumio hasta la hora de la cena, pero nada igual que las sardinas con aceite
de casa de la señora Julia, aquella
mujer limpia como los chorros del oro que diría mi madre, su siempre repeinado
pelo blanco recogido en un moño que le imprimía autoridad y la sonrisa natural que
remarcaba la mirada limpia y directa de quien se sabe respetada capitana de un
barco familiar con mucha tripulación y una guerrilla de grumetes siempre
errantes en torno a su puesto de mando.
No sé porque aún hoy cuando me llega el olor de una lata de
sardinas en aceite me viene la imagen de la señora Julia y al recordarla no
puedo por menos de hacerlo con la sonrisa agradecida de quien formó parte de
aquella camada de retoños agostizos que con escasos cuatro o cinco años no
perdían ocasión de estar en su casa a la hora del reparto de la merienda, una
lata grande de sardinas en medio de la mesa camilla, sus hijos ya mocetones
bañados a golpe de manguera y jabón lagarto en el patio de la casa que una vez remudados y alindongados desfilaban
delante de su madre para recoger la merienda, en un momento determinado ¡oh sorpresa!
una sardinita con la ración de pan correspondiente se deslizaba a lo largo del
delantal floreado de la señora Julia hasta la demarcación de este golfete que loco de contento enfilaba el pasillo
camino de la puerta de la calle en medio de aquellos gigantones de brazos
tatuados haciéndome sentir polizón en barco amigo. Mi madre no entendía que
pudiera preferir la sardina de la señora Julia antes que el pan con chocolate
pero lo que yo no savia explicar a mi madre es que aquella sardina estaba
rodeada por la sensación de pertenencia
a un grupo de gente genial por la que yo
sentía una gran admiración y sobre todo porque la lata de sardinas era
el epicentro y punto de reunión de aquella familia para mi tan especial.
Ahora cuando en la calle coincido con la salida de los
colegios y veo a las madres con una mano en el móvil y la otra arrastrando la
mochila de sus hijos mientras mecánicamente atosigan a su prole para que engullan
los bollitos manufacturados o la golosina de moda, recuerdo mis tardes de merienda
en pandilla sentados en la acera esperando dar el último bocado para seguir correteando, entonces no había obesidad
infantil ahora el problema es el sedentarismo y el consumo de productos
industrializados y aunque recomiendan volver a la antigua costumbre del bocata nada
podrá ser igual que la sardina en familia y sin televisor.
EL PAN ES EL ALBORNOZ
DE LA SARDINA AL SALIR DEL BAÑO DE
ACEITE
Entrañable y merecido recuerdo a una señora y madre ejemplar
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