Una casa en el campo es como el pozo sin fondo de otras épocas, en aquel se encontraban herradas perdidas en el tiempo, un garfio de sacar enseres, gafas de culo de botella o el mismísimo candil de aceite que dabas por perdido y que un día se precipitó cuando intentábamos adivinar el nivel del agua, en cambio la casa de campo cabe todo, o mejor: allí cabe todo lo que los demás consideran que no cabe en la suya.
Estos días me he impuesto hacer limpieza, el garaje se había
colapsado y ya por sentido de utilidad práctica ha sido necesario desalojarlo,
de allí han salido recuerdos de mi infancia, discos de vinilo, tebeos, juguetes
de mis nietas y aún de mis hijos y no
pocos recuerdos de viajes y aficiones, todo ello he tenido que empaquetarlo con los ojos cerrados camino del contenedor
más próximo. Me ha dolido sobre todo despedirme
de los libros guardados con empreño de bibliotecario esperando que mis
descendientes pudieran encontrar en ellos la inquietud del saber, nada de lo guardado les ha sido practico,
ahora todo está recogido y resuelto en sistemas electrónicos, mis nietas se
horrorizan ante la montaña de papel, los títulos al huso nada tienen que ver
con los manejados en mi tiempo, desechar
una enciclopedia en otro tiempo completísima o títulos de autores clásicos o de
historia, coleccionables interminables
donde cada semana invertías tus ahorros a costa de otras privaciones ha sido un
vía crucis, verlo todo empaquetado camino
del destierro ha sido cuando menos ingrato y doloroso.
Al limpiar el puñetero garaje me he visto en algún momento en
la piel de mi abuela cuando en su tiempo le decían que había que desalojar el
desván porque estaba lleno de trastos que no valían para nada y ella cortaba
por lo sano diciendo que allí no estorbaban a nadie, mi abuela tenía razón y
así fue como yo pude encontrar cerraduras oxidadas con llave a dos manos,
candiles de aceite y carburo, piezas de vajilla desportilladas, cuernos de vacuno con dibujos tallados por la
navaja de algún pastor, la romana para pesar que utilizaba en el comercio, el farol de aceite con el que revisaba si las
puertas del corral estaban atrancadas y una carrucha que debía servir para
sacar agua del pozo. He de confesar que de esto no he sido incapaz de
desprenderme, los he dejado depositados en una especie de alacena en un hueco
del garaje, allí permanecerán hasta que algún curioso quiera investigar el
origen de la familia.
Las generaciones venideras tendrán todo en archivos
electrónicos, carpetas o nubes intangibles pero no experimentarán nunca la
sensación de abrir un arcón centenario y recuperar los vestigios físicos de su
propia historia, ellos se lo pierden.
LA ALACENA ERA EL EXPOSITOR DE LAS HERENCIAS
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