La alarma por el aumento del precio del aceite me retrotrae a los tiempos cuando el aceite se vendía a granel y precisamente en Barcelona existía un gremio exclusivo de aceites y jabones, sus enormes bidones metálicos de 250 kilos en la entrada del local eran el santo y seña de su actividad que a su vez suponía exclusividad en el barrio, encontrar el mejor aceite y el medidor menos trucado era labor que las expertas amas de casa tenían a gala contando además con que la temperatura alteraba la densidad, no siendo lo mismo comprar el aceite en invierno o en verano. En aquella época comprar medio litro de aceite o un cuarto de litro era tan normal como pedir cuarto y mitad de tocino, bacalao, garbanzos o huesos para el caldo.
Las nuevas generaciones que no conocieron la cartilla del racionamiento no pueden valorar lo que supuso tener medio litro de aceite y un kilo de harina en la despensa, ni siquiera lo que podía conseguirse con un saquito de patatas o de qué manera el cocido era una acordeón que podía encogerse o estirarse según el número de comensales, tampoco degustaron despaciosamente una onza de chocolate, ni secaron al sol las pipas de los melones, ni fueron con su madre a por las bandejas del horno para preparar las perrunillas y los mantecados. Todo esto me viene a la cabeza desde mi perspectiva de los ochenta años cuando las familias de cuatro y cinco hijos eran normales, cuando el jabón se hacía con las grasas sobrantes de la cocina, las pinzas de la ropa tenían muescas y señales para no confundirlas con las vecinas, cuando las sabanas eran las placas solares del momento y la lata de cinco litros al alcance de muy pocos pasó a llamarse “zafra” como signo de ostentación y poderío económico.
Los que venimos del tiempo en el que las privaciones daban paso al ingeniono dejamos de sorprendernos por la alarma creada, la generación del “caldito” como bebida tonificante, las croquetas, las empanadillas y las macedonias fueron fruto del aprovechamiento, de cuando el agua se acarreaba a golpe de cántaro y no hacía falta advertir del consumo racional, de cuando la ropa pasaba de unos hermanos a otros hasta el infinito o cuando llamar por teléfono representaba una demora de varias horas.
Si con todo esto los de mi generación hemos sobrevivido no entiendo el porqué de tantas alarmas, muchos de los traumas que padece la sociedad serían perfectamente compensados bajando algunos escalones de esa sinrazón que llamamos status social y entender que el despilfarro es unpréstamo que exigimos al banco llamado naturaleza que se recobrará con unos intereses difíciles de compensar.
LAS PALOMILLAS SON LOS NEÚFARES DEL ACEITE
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